martes, 11 de mayo de 2010

Un instante de gloria

Tenía 16 años... ¿o tal vez 17?. Amaneció un día de esos típicos de verano. Limpio, sereno, silencioso. Tal vez intuyó lo que ocurriría a lo largo del día y quiso darse el sol un momento de tranquilidad. Yo me levanté con él, sin imaginar la extraordinaria aventura que viviríamos juntos.

No tenía nada que hacer, salvo levantarme. El día anterior se lo había dedicado a mi chica y estaba notablemente cansado. Vaya... mi chica... aún me tiembla la voz al recordarla. 110 kilogramos de metal y plástico japonés, de nombre Honda CRM 75 R. Extraña nomenclatura para definir a quien me hizo tan feliz durante mis años mozos. Ojalá ella fuera tan feliz a mi lado, como yo lo fui al suyo.

Brinqué de la cama temprano, dispuesto a desayunar raudo, pues en un arranque de imaginación (ja), había decidido ir a la gasolinera del pueblo cercano a llenar el depósito de mi pequeña y de paso, asegurarme que la revisión aplicada el día anterior había sido satisfactoria. No había ningún misterio en el plan. Pero es de los planes vanales, de donde surgen las mas fascinantes historias.

No había hecho más que cerrar el depósito de mi moto, ya en la gasolinera, cuando aparecieron ellos. Él, joven o por lo menos tanto como yo, con un casco negro mate sin decoración alguna. Ella, la rival natural de mi moto: una Yamaha DT 80 LC. Negra. Brillante. Desafiante. Durante años, los jóvenes de este pais éramos de Honda o de Yamaha. Había 2 bandos irreconciliables que alimentados por las revistas de la época, militábamos en uno u otro bando en función de la moto que poseíamos.

No hubo más que un leve cruce de miradas. El chaval de la otra moto se enfundó el casco, la arrancó velozmente y dió un par de acelerones secos en vació. Quería guerra. No había duda. Y la iba a tener... Salimos cual alma que lleva el diablo de la gasolinera, con ligera ventaja de mi oponente. Ahí noté cierta experiencia en él. Me temblaron la piernas, pues sospeché que no era la primera vez que él hacía esto. Pero me tranquilicé pensando que entre mis piernas tenía la mejor moto del mundo. Vale, solo yo lo pensaba en este universo, pero ¿necesita algo más un adolescente?

De los siguientes kilómetros recuerdo poco. Sólo que no era capaz de alcanzarle por mucho que lo intentara. Aproveché la relativa tranquilidad que proporciona seguir una rueda y no ir marcando el paso, para recordar las revistas que hablaban de nuestras motos. Sus pros y sus contras se amontonaban en mi cabeza, tratando de ordenar y asimilar tanta información. ¡Eureka!. Había algo que me daría la victoria. Pero solo había un punto del recorrido donde podría aprovecharlo.

Nuestra carrera terminaba en el siguiente pueblo, al que se llegaba tras una pequeña recta, precedida de una sucesión de curvas de amplio radio. Analicé la estrategia a seguir. Era suicida, no cabía otra palabra para definirla. Pero en su momento y bajo la mente enferma de un chaval, era la única opción. Recordada, de leerlo una y mil veces, que mi moto tenía un pequeño extra de potencia en la mismísima zona roja del cuentarrevoluciones. Y decidí explotarla en mi propio beneficio.

Llegamos a la zona de curvas mencionada y me pegué como una lapa a la rueda de mi rival. Ya conocía su forma de trazar y no me costó. ¡Pero qué bien trazaba ese chaval!. Cinco minutos tras él me enseñaron muchas cosas. Pero yo le iba a enseñar otra muy, muy valiosa. Justo en la última curva que precedía a la recta final, me acerqué a un mas para salir tras él. Y así lo hice. Subímos a 5ª marcha. Y cuando había que subir hasta 6ª, me encomendé a San Angel Nieto y me hice a un lado para poder adelantarlo... o al menos intentarlo. Subí de vueltas a mi Honda como nuca había hecho (y nunca volvería a hacer). Ahí arriba había un extra de potencia que era mío y solo mío.

El proceso de rebasarlo fue lento... muy lento... Giré mi cabeza mientras lo hacía, y vi a mi rival totalmente tumbado en su moto, mirándome fijamente, como buscando la explicación a esa situación. Su moto no tenía ese extra de potencia, que hacía volverse loca a la 5ª marcha. Estábamos ya muy cerca del pueblo, cuando hubo que meter la 6ª marcha. Pero para ese momento yo ya estaba por delante de él. Exhausto yo. Exhausta ella, mi niña, mi japonesa, mi Honda.

Entramos al pueblo y todo había acabado. Paramos uno al lado del otro, pero no demasiado cerca. Se levantó la visera de su caso. Tenía la mirada perdida. Tardaría un tiempo en asimilar lo ocurrido. Partió tranquilo. No recuerdo bien qué hice despues. De hecho, el resto del día parece perdido en mi memoria. Me había entregado al 100% esa mañana. Le había pedido el 110% a mi moto y me lo había dado. Acaricié su depósito. Blanco y brillante como una perla que acaba de ser bendecida por la luz del mediodía.

Nunca más hice una locura de esas. Arriesgué mi vida y la mecánica de mi moto. No me culpéis. Era joven. Estúpido. Ignorante. Tenía 16 años... ¿o tal vez 17?.

4 comentarios:

  1. En serio, hablas como si te estuvieras haciendo viejo por momentos, haces ruidos de abuelo al levantarte? tienes motofilia? xDDD
    Creo que nadie escribe poesía a motos :S

    Yo voy a escribir otra:
    "Qué por Mayo era por Mayo,
    anduve yo haciendo clicks..." jaja

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  2. Que malo es juntar café con Baileys.....
    ¿Era una novia japonesa? o ¿quizás era de plástico la novia?... eso sí, tenía deposito blanco y brillante como una perla.
    Que los Hados te guíen
    ;-)

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  3. ya imagino qué bonita tu boda con la moto :D:D:D

    deja de beber por las mañanas tio

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  4. Muy buena la historia, todo motero que se precie ha cometido esos errores de adolescencia...saludos Miguel.

    Sergio

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